Un espacio para profanos y contraconductuales

Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topogáfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, en el convento de Los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo de su labor redentora

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible, que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo -, puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre una piedra de los sacrificios (brillante bajo la luz opaca de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

 

                                                           Augusto Monterroso

Descolonizarse

El primer paso es darse cuenta.

Carol Zardetto

National Geographic publicó hace algún tiempo una historia que parece sacada de una ficción: hormigas colonizadas por un poderoso hongo. Cuando la hormiga ingiere sus esporas, sale de su estricta rutina y se comporta de manera extraña, pues el hongo ha tomado posesión de su sistema nervioso y de su voluntad. La hormiga deja de velar por sus propios intereses. Dominada desde adentro, actúa en función de una sola cosa: la reproducción del hongo. Cuando el proceso termina, la hormiga ha sido completamente infiltrada. El hongo sale por su cabeza expulsando nuevas esporas que contaminarán a más hormigas y así, sucesivamente.

¿Qué pasaría si nosotros, tan cuerdos, fuésemos, sin saberlo, hormigas colonizadas desde adentro? La pregunta es inquietante y, sin embargo, nos hemos tragado con entusiasmo el sistema de dominación que propuso “occidente” desde hace varios siglos sin reparos. De hecho, la colonización ha sido tan eficiente y tan profunda que pocas cosas ha deseado tanto el tercer mundo como “la modernidad”. Parecernos a ellos, copiar sus sistemas de gobierno, permitir que sus supraorganizaciones dicten normativas inadecuadas para resolver nuestros problemas, pero muy convenientes para afianzar el poder de las naciones privilegiadas.

El patrón colonial del poder es una inmensa matrix, a donde estamos conectados y que organiza nuestra visión del mundo. Muchas de nuestras profundas creencias vienen de esa matriz que establece “qué es la realidad”. Opera en el terreno de la economía y del poder político, pero también el conocimiento científico, académico y su base primordial es el patriarcado y el racismo. Así, sobre esta estructura sólida de ejercicio del poder, los países dominantes “validan” y “legitiman”. Nosotros morimos por eso: ser validados y legitimados por el centro de poder, sin nunca considerar que la matriz opera siempre en su propio beneficio. Así, la colonia a que fueron sometidos tantos pueblos, siguen aportando con sus recursos (económicos y humanos), a la construcción de ese poder dominador. En otras palabras, seguimos colonizados.

¿Cómo salimos de ese encanto perverso? El primer paso será “darse cuenta” y distanciarse de la propuesta de la modernidad. Muchos dirán: “Ah… pero eso nos arroja al vacío”. Pues sí. De todas maneras, la salvación que nos prometió occidente a través de la religión, el progreso, el mercado, es fallida. La matrix se ha quedado sin respuestas. De esta cuenta, el vacío es un espacio creativo que nos obliga a repensar la realidad. A encontrar otros medios para construir conocimiento que no vengan de las rígidas estructuras académicas ya establecidas. Es hora de salirnos de la caja.